El rey destronado




Dicen de la prostitución que es la más vieja profesión, pues para que se hagan una idea, el relato que nos ocupa tiene sus orígenes mucho antes de que esta desprestigiada labor acomodase sus cimientos en la especie humana. Como ya les digo, ocurrió hace tanto, tanto tiempo, que muchas cosas aún no tenían nombre y para mencionarlas, como diría mi mentor, se las señalaba con el dedo.

Así pues, todo tuvo lugar en una apartada región de la tierra en la que coexistían dos pequeñas aldeas; tengamos en cuenta que ni tan siquiera se llamaba aldeas y que este sólo es un nombre que les hemos dado ahora para entendernos; pues bien, la situación era la siguiente: una de las aldeas constantemente sufría los bárbaros ataques de la otra tribu vecina, mucho más fuerte, pero con escasa capacidad de proporcionarse los recursos necesarios sino era por medio del saqueo y la fuerza.

Y como bien les digo, los habitantes de la primera de aquellas aldeas, eran destacados por sus dotes para gobernar el fuego, la agricultura y el ganado, así como por sus escasas habilidades bélicas; al otro poblado (empleemos este sinónimo de aldea para distinguir al uno del otro) se le conocía por su fortaleza, su afición a la caza y sus pericias en el arte militar; pero entre estos dos vecinos reinaba la discordia y estaban en lucha constante.

Ahora pasemos a explicar la convivencia y el hábitat de cada una de aquellas dos tribus para hacernos una idea de la situación. La aldea, no tenía un área mayor que un campo de fútbol y estaba rodeada por una pequeña verja para evitar la fuga de los animales, pero que con el paso del tiempo y las circunstancias, tuvo que ser sustituida por una muralla de gruesos troncos acabados en punta, cuya medida sobrepasaba la altura de dos hombres. Dentro de aquel recinto, convivían animales y personas sin distinción de rango, es decir, los cerdos jugaban con los niños; las gallinas desfilaban por encima de las mesas; las vacas se paseaban por el huerto; y los hombres se descolgaban desde sus chozas como verdaderos primates. Lógicamente, las casas se hallaban elevadas sobre el suelo, en parte para aprovechar espacio, pero también para evitar las inmundicias del suelo y guarecerse un poco de los ataques invasores, que ya se sabe, cuando el agresor se adentra en la aldea, es más fácil lanzarle piedras desde arriba, que jugárselo al garrote abajo. Por supuesto, debemos entender que carecían de toda clase de gobierno o jerarquía política y es así como cabe explicarnos tanto desorden, porque como es sabido, más o menos, su fin es conseguir cierto equilibrio para alcanzar el bienestar social.

No quisiera avanzar sin antes describir un poco a sus gentes. Así pues, los habitantes de la aldea eran de constitución pequeña, podrían recordarnos algo así como los pigmeos, sin serlo naturalmente, que diferencias las hay; su piel era de un tono amarillento y su pelo era corto, lanoso y poco abundante; también carecían de vello en el resto de su cuerpo; y finalmente, cabe anotar que iban totalmente desnudos; sólo el hechicero podía cubrirse “sus partes” y según el estado de la luna, podía cubrirse con la vieja piel de un lobo.

Sin caer en la repetición, como ya se ha dicho, las actividades principales de la aldea eran el cultivo de cereales y la cría de ganado. Así que dejando atrás los parajes del nomadismo, todo empezó con el asentamiento en aquella hermosa región plagada de animales, frutas y agua; algo así como el paraíso del Edén y del que ellos fueron los primeros pobladores; pero ante la voracidad de otras tribus que iban llegando, y que amenazaban con engullírselo todo, se vieron en la necesidad de capturar algunos animales para su cría en cautiverio y asegurarse el alimento. Poco después, a alguien se le ocurrió la idea de abandonar la recolección de frutas y llevarse los árboles frutales a la parcela que habían marcado como suya. Pero qué sabían ellos de raíces y trasplantes, así que lo único que consiguieron fue arrasar algunos árboles más, que finalmente sólo les sirvieron para alimentar el fuego, su más fiel tesoro.

Cada día empezó a hacerse más urgente la necesidad de hacer crecer esos árboles y plantas que precisaban para su subsistencia y la de los animales ya domesticados. Ya se sabe que el hombre depende de la naturaleza y a esta, la especie humana, le es del todo prescindible. Bueno, hasta que por fin, una casualidad por aquí, otra por allá, un hueso o una semilla que germinaba y el milagro se hizo posible; el agua y el abono animal hicieron el resto, así que mientras en su parcela crecían plantas y se multiplicaban los animales, en los alrededores poco empezó a quedar para la caza y la recolección.

Se produjo pues, la primera incursión con saqueo en las lindes de lo que empezaba a tomar forma de aldea, aunque por el momento no era más que un simple asentamiento humano. La tribu vecina cada día se pasaba más horas con los ojos fijos en los bienes de sus vecinos. Empezó a nacer lo que más tarde alguien llamaría codicia. Fue poco después cuando se inventó el robo.

Por el contrario el poblado, como se dijo al principio, se proporcionaba los recursos para el sustento de sus gentes con la caza y la recolección de frutos. Cuando los alimentos empezaban a escasear en una zona, simplemente levantaban sus chozas fabricadas con pieles de los animales que solían cazar y algunos palos y se marchaban a otro lugar; pero desde que llegaron a esta región, saciados ya de mudanzas y esgrimidos tras muchas hambrunas en períodos de carestía, viendo el asentamiento de la otra tribu en este territorio que parecía tener agua y comida para todos, decidieron echar raíces.

Estos eran de aspecto muy robusto y su talla media alcanzaba los seis pies (casi dos metros). Buena parte de su cuerpo estaba poblado de vello, cosa que a primera vista podría conducirnos a confundirles con verdaderos primates, de no ser porque llevaban unas pieles de más, algún colgante y garrote en mano, particularidades que si no ando distraído, no son propias de los simios. Sus principales habilidades, dichas son, la caza y la lucha, los convertían en auténticos depredadores. Pero a pesar de tanta pericia, por ejemplo, no eran capaces de hacer fuego por sí mismos, y por este motivo, cual antorcha olímpica, pasaban la llama bajo custodia de unas manos a otras y si esta se extinguía, sin más, les robaban otra a los vecinos. Fue esta sencilla situación de vigilar constantemente el fuego, la que les impuso el orden y la responsabilidad al tener que establecer unos turnos rotativos de vigilancia.

Todo iba como la seda mientras había comida para todos, pero cuando llegó la época de las vacas flacas, la cosa cambió; aunque la aldea que formaba la tribu vecina, parecía haber dado con la solución a sus necesidades alimenticias, pero bastaba un descuido de sus gentes para que los hombres del poblado vecino acudiesen a saquearles su hacienda, en vista de que carecían de los conocimientos suficientes para proporcionarse el alimento como lo iban haciendo sus vecinos en los últimos tiempos.

Acostumbrados a la caza, acechaban a su víctima desde una colina, y cuando esta quedaba desprevenida, por ejemplo ante el sopor que acaece tras una opulenta comida, armados con lanzas, garrotes y piedras se abrían en batida sobre la aldea, desvalijándola de todo cuanto pudiesen arrastrar hasta su poblado; incluyendo alguna mujer para disfrute personal (por supuesto, en contra de su voluntad por lo que no puede decirse que hubiese prostitución) y exhibir su autoridad con ello.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco saqueos les llevaron a convertir la valla para el ganado en un muro de troncos. Talaron un buen pedazo del bosque cercano y con la ayuda de algunos de los animales que les quedaron, iban trayendo a la aldea toda aquella madera con la que erigirían una muralla inexpugnable. Que decir de aquellas gentes sino que eran verdaderas hormigas laboriosas; no eran diestros para el combate dada su constitución física, pero sabían utilizar la cabeza y las manos.

Así que en poco tiempo, desde lejos ya podía verse la muralla de la aldea, para asombro de otras gentes, que veían como la nevera se quedaba vacía; no es que la hubiese por aquel entonces; es sólo un decir. Los frutos del saqueo se consumían sin renovación, entonces era necesario una nueva visita a los vecinos, pero la muralla alimentaba su inquietud, alimento que nada tiene que ver con el estómago.

Enviaron una avanzadilla de espías para que observase si había guardias, puertas, movimientos que permitiesen algún descuido... De cuando en cuando, salían al río a por agua y esta era su oportunidad. Enviaron pues un emisario para comunicarles el punto débil por el que atacar: en aquel momento las murallas se abrían y unos cuantos bajaban al río, a los que también podrían tomar como rehenes si la cosa se ponía fea. La comida estaba en la mesa.

Marchó entonces una pequeña tropa, que se escondió al acecho tras los árboles esperando a que los otros diesen la señal. Cayó la noche; se levantó el día; las puertas se abrieron... y antes de que nadie saliese, ya estaban todos dentro yendo a golpe de maza a derecha e izquierda. Puñetazos, patadas, golpes de garrote, codazos, estocadas con lanza, cabezazos, pedradas,... Había de todo.
Según balance, el ataque costó tres bajas, veinticuatro dientes, una lengua, dos brazos, una pierna, siete dedos, cuatro pies, una mano, tres orejas, un testículo, cinco narices, un ojo, dos mujeres, doce tomates, nueve gallinas, una cabra, dos conejos, nueve naranjas, quince manzanas, siete mazorcas de maíz, dos melones, un caballo, un antílope, un carro, tres cerdos, cinco antorchas y también ardieron tres cabañas.

Lógicamente, los frutos del saqueo no darían para comer ni en un mes de racionamiento estricto, así que pronto sería necesario otro ataque; pero hasta entonces, se podía disfrutar de unos días de paz, que por cierto, vendrían muy bien para recuperarse de las heridas del combate, no en esta tribu, sino en la vecina, por cierto, bastante maltrechos a comparación de sus atacantes que sólo tenían algún que otro chichón en la cabeza.

Y aparentemente casi sin venir a cuento, un día llegó al punto de origen de nuestro relato un viejo bajito, barbudo, de pelo blanco, apoyándose en un extraño bastón y pidiendo un lugar en el que reposar las fatigas de su viaje durante un corto plazo de tiempo. Dado que su aspecto no revestía peligro alguno, le dejaron cruzar la cancela de su aldea y a partir de aquel momento, quien en su día sólo era un simple peregrino, transcurridas ya más de ocho lunas, se convirtió en mucho más que un miembro de la tribu. No paraba de relatar las fantásticas aventuras de un grandioso reino de que él era su monarca, aunque fue derrocado injustamente por su hijo ilegítimo y conducido al exilio por sus dos últimos seguidores con vida, que perecieron poco después en las fauces de un dragón volador.

Muchos atendían con asombro ante la mirada inquisitiva de sus ojos grises, que se tornaban más sombríos mientras aquel extraño personaje caracterizaba sus historias gritando y gesticulando amenazas con su melena enmarañada que le confería un aspecto misterioso, que algunos no dudaban en calificar de enajenación. Pero bueno, él hablaba bajo simulando evitar ser oído por los espías que acechaban su trono; describía con rugidos el sonido atronador de un tipo de guerra desconocido para las gentes de la aldea; iba detallando los palacios, templos y ciudades que se erigían para exhibir toda la majestad de su reino; los ataques de unas bestias surgidas de los avernos y el valor de los caballeros que las combatían..., todo, mientras mostraba algunos trucos que probaban su sabiduría, una vez más, ante el asombro de sus incrédulos oyentes.

Para estas gentes, no cabía imaginar un reino, ni historias, ni bestias similares, así que aunque no gozase de credibilidad, todos disfrutaban con sus relatos sentados entorno al fuego ante la tranquila llegada de la noche.

Pero una vez más, la paz iba a acabarse, pues el poblado vecino ya planeaba un nuevo ataque. Aunque gracias a eso que llaman casualidad, el hechicero de la aldea, que había salido a recolectar unas hierbas para sus pociones, pudo percatarse de unas sombras que a lo lejos se movían en la noche rumbo a ya imaginamos dónde. Así que no dudó en desprenderse de todos los hierbajos con que cargaba y salir a la carrera en una marcha nocturna y atolondrada de cerca de dos horas de duración.

Si lo hubieseis visto llegar lleno de arañazos, con las rodillas ensangrentadas, cubierto de barro, con los pellejos de lobo que vestía desgarrados como si él acabase de salir de las entrañas del animal tras ser ingerido, o escupiendo palabras indescifrables entre el vacío que le habían dejado los dientes que con anterioridad perdió en combate, sin duda os habría resultado una escena cómica.

Rollos a parte, alertadas sus gentes, corrieron todos temblorosos a refugiarse en lo alto de las chozas. Nuestro visitante era la primera vez que percibía el pavor y la huída acostumbrado al valor y la lucha. No lo dudó y como en muchas otras ocasiones, solo, en medio de esta aldea en apariencia deshabitada, se encaminó hacia las puertas a esperar al enemigo.

Con los primeros claros del alba, pudo distinguir movimiento detrás de unos arbustos; sin duda, ver la cancela abierta de par en par, sin actividad alguna por los alrededores había causado sorpresa. Allí estaban los atacantes discutiendo cómo actuar e indagando acerca de lo que podía haber acontecido en la aldea. Tras unos momentos de meditación y haber consultado con los altos mandos, se decidieron a ir a la carga. Así que en línea de batallón, salieron todos al galope como una estampida incontrolable camino de la aldea.

Doscientos metros... Ciento cincuenta metros... Cien metros... cincuenta metros... Veinticinco metros... Y de pronto un hombre sale de detrás de la puerta gritando furiosamente con un bastón en alto y haciendo unos ademanes que asustarían al más feroz de los leones. Instantáneamente, todos se detuvieron desconcertados, pero despavoridos huirían cuando viesen salir llamas de la boca de aquel anciano de melena blanca y desordenada.

¿Qué criatura de este mundo es capaz de prodigios semejantes?. Por aquel entonces, en parajes similares, pocos efectos especiales cinematográficos existían. No hay duda de que algo de maligno había pues en aquel personaje.

Poco a poco, dentro de la aldea, mientras miraban con recelo al autor de tales portentos, todos fueron descolgándose de sus cabañas sin dar crédito a lo sucedido. El enemigo había sido derrotado. Pero no se habló más que para decir que necesitaban formar una comitiva e ir a visitar al poblado enemigo. Nadie se atrevió a dudar de los designios de aquel hombrecillo que sacaba llamas por la boca, chispas por los ojos, furia por todos sus poros y que blandía una vara como el mayor de los instrumentos de combate.

¡Unos hombres descienden por la colina!. ¡Están subiendo la ladera!. No eran estas sus palabras pero sirven para decirnos que esta comitiva se estaba acercando al poblado.

Era de esperar que con garrote en mano y enseñando los dientes, esperarían a sus visitantes, pero no nos precipitemos al juzgar coraje o valentía, porque aún no habían visto a aquel hombre bajito, barbudo, de pelo blanco, apoyándose en un extraño bastón (el hombre que escupía fuego por si andan en despiste).
Todos estos bravos guerreros se refugiaron detrás de las anchas espaldas del cabecilla, aunque el volumen de su cabeza podía poner en duda este título.

Pues bien, allí estaba el enemigo casi reducido a guano (es un decir) ante un hombrecillo que afirmaba ser capaz hasta de oscurecer el sol ¡fíjense!, y para que nadie tuviese a mal juzgar sus palabras, iba a demostrarlo allí y ahora mismo.

Qué sabían ellos de fakires, astrología o eclipses; el caso es que cuando el sol se oscureció, todos se arrodillaron ante el hombrecillo y sus inconcebibles proezas. Pero yo sé que sólo era un anciano cansado de combates y largos viajes por los confines del planeta y que tras numerosas hazañas y descubrimientos, buscaba un lugar tranquilo en el que aguardar ya su muerte.

De esta forma llegaron ya al fin de las disputas y fue así como por primera vez en la historia (al menos con testimonio escrito), la razón se impuso sobre la fuerza; los débiles hallaron armas para combatir la tiranía de los más fuertes. Algunos dicen también que a partir de aquel suceso, se inventó la religión y el culto a los astros o las fuerzas de la naturaleza; lo cierto es que tampoco podían explicarse lo acontecido de otro modo, pero bueno, ese es un tema del que ya hablaremos otro día.


Texto enviado por Daniel Balaguer, El baúl de las viejas historias

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