La muchacha nunca había visto algo así. El cuerpo de aquel hombre cubierto de metal reflejaba destellos hirientes del Sol que nacía más allá de la Laguna Pequeña, del Sol que aparecía cada día sobre el misterioso confín del mar. Se aproximó con curiosidad y le sonrió. El extranjero -joven, alto, de intensa palidez- le devolvió la sonrisa. Quizás venía de las lejanas montañas del Oeste, donde se extrae metal resplandeciente desde la entraña de la tierra y eso explicaría el brillo de su atuendo luminoso; pero no lucía el poncho multicolor de los collas ni tenía sus rasgos físicos. Entonces la muchacha se puso en guardia. Pensó por un momento que quizás aquel joven fuera de los nuevos invasores de los que se hablaba con preocupación; pero se tranquilizó porque, se dijo, un invasor puede mirar con codicia o deseo, pero no sonreír de esa forma. Ella le ofreció frutos y harina de pescado y él le acarició la mejilla con una mano tan pálida como su rostro. Ella le dejó hacer, entre sorprendida y complacida. Después volvió corriendo a la aldea, pero no dijo nada. Debía hacerlo, pero no contó nada.
Al día siguiente él todavía estaba allí. Había construido un pequeño refugio, las piezas de metal de su vestidura descansaban junto al fuego. Ella lo invitó a la aldea, pero él dio señales de no comprender sus palabras. Repitió la invitación en guaraní, que es la lengua más universal, y entonces él pareció comprender y se negó sonriendo. Comieron juntos y ella volvió a alejarse.
Esa noche la muchacha preguntó a los ancianos cómo eran los invasores que venían del otro lado del mar. Le explicaron que la piel era muy pálida, y que tenían en el rostro un espeso vello que les cubría la boca y el mentón. Esto último la tranquilizó: su amigo desconocido era pálido, pero tenía un rostro sin vellos. El quinto día de sus encuentros secretos él la tomó entre sus brazos y la besó en los labios. Ella había entrecerrado sus ojos y después del beso los abrió con una intensa expresión de felicidad. Pero -todavía muy próxima al rostro del hombre- observó con horror que cerca de los labios y en el mentón del fascinante extranjero se podía advertir el nuevo brote de un vello espeso y negruzco que seguramente el joven había quitado antes de su primer encuentro con ella. "¡Los invasores!" pensó, mientras se apartaba bruscamente.
De pronto, el joven dejó colgar sus brazos junto al cuerpo. Miraba al cielo y se tambaleaba, alcanzado en el corazón por una flecha. La muchacha sintió un crujir de ramas a su espalda, se volvió y se encontró con el viejo cacique que ya levantaba su maza de piedra para matarla. Cuando ella cayó al suelo, mortalmente herida, la tierra se estremeció y bramó de dolor. La felicidad, tan reciente, no tuvo tiempo de alejarse del horror recién nacido. El cuerpo que ya moría no soportó el choque de sentimientos tan intensos y se rasgó hasta las entrañas con un ruido horrísono de trueno. El cielo se oscureció y temblaron el palmar y el monte nativo, mientras los pájaros alzaban vuelo bruscamente gritando asustados. Temblando, estremeciéndose, la tierra se tragó a la muchacha. Relámpagos ininterrumpidos daban al ocaso una claridad espectral mientras una cortina de lluvia hacía invisible el horizonte.
Cuentan que al amanecer la tierra se había elevado en suaves colinas que daban forma a un inmenso cuerpo de mujer yacente. Dicen que así nació el Cerro Largo.
Al día siguiente él todavía estaba allí. Había construido un pequeño refugio, las piezas de metal de su vestidura descansaban junto al fuego. Ella lo invitó a la aldea, pero él dio señales de no comprender sus palabras. Repitió la invitación en guaraní, que es la lengua más universal, y entonces él pareció comprender y se negó sonriendo. Comieron juntos y ella volvió a alejarse.
Esa noche la muchacha preguntó a los ancianos cómo eran los invasores que venían del otro lado del mar. Le explicaron que la piel era muy pálida, y que tenían en el rostro un espeso vello que les cubría la boca y el mentón. Esto último la tranquilizó: su amigo desconocido era pálido, pero tenía un rostro sin vellos. El quinto día de sus encuentros secretos él la tomó entre sus brazos y la besó en los labios. Ella había entrecerrado sus ojos y después del beso los abrió con una intensa expresión de felicidad. Pero -todavía muy próxima al rostro del hombre- observó con horror que cerca de los labios y en el mentón del fascinante extranjero se podía advertir el nuevo brote de un vello espeso y negruzco que seguramente el joven había quitado antes de su primer encuentro con ella. "¡Los invasores!" pensó, mientras se apartaba bruscamente.
De pronto, el joven dejó colgar sus brazos junto al cuerpo. Miraba al cielo y se tambaleaba, alcanzado en el corazón por una flecha. La muchacha sintió un crujir de ramas a su espalda, se volvió y se encontró con el viejo cacique que ya levantaba su maza de piedra para matarla. Cuando ella cayó al suelo, mortalmente herida, la tierra se estremeció y bramó de dolor. La felicidad, tan reciente, no tuvo tiempo de alejarse del horror recién nacido. El cuerpo que ya moría no soportó el choque de sentimientos tan intensos y se rasgó hasta las entrañas con un ruido horrísono de trueno. El cielo se oscureció y temblaron el palmar y el monte nativo, mientras los pájaros alzaban vuelo bruscamente gritando asustados. Temblando, estremeciéndose, la tierra se tragó a la muchacha. Relámpagos ininterrumpidos daban al ocaso una claridad espectral mientras una cortina de lluvia hacía invisible el horizonte.
Cuentan que al amanecer la tierra se había elevado en suaves colinas que daban forma a un inmenso cuerpo de mujer yacente. Dicen que así nació el Cerro Largo.
4 comentarios:
Te juro que no me acuerdo del nombre, pero esto está sacado de un libro que tengo por casa......
Pues no. De internet. Si mi fuente la ha sacado de tu libro ya no lo sé.
Feliz año y que el 2010 te traiga lo mejor que hayas soñado.
Un abrazo.
soy de melo,cero largo y eso es asi tal cual.Es una historia realmente bonita de corazon.gracias...
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