Hel, la reina del hielo




Hel es el nombre de la Reina de los nueve mundos infernales de los pueblos nórdicos. Éstos nueve mundos se encuentran en un territorio llamado Niflheim ("mundo-tierra nebulosa"), y su residencia se llama Helheim ("morada de Hel"). El camino que lleva hacia ella es largo y tortuoso. Su dirección es siempre hacia el norte y desciende permanentemente. El reino está rodeado por altas murallas y atravesado por un río llamado Slid, cuyas aguas son tan infectas que sus riberas se ven constantemente cubiertas de un vapor venenoso. Un horrible perro custodia la entrada principal , Garm ("devorador, que devora"). La imagen es ominosa, colosal, y al mismo tiempo carente de color. Al contrario de los infiernos imaginados por culturas mediterráneas, Helheim conmueve por su frialdad y su espanto, con castigos que, cómo ya veremos, nada tienen que envidiar a las visiones más oscuras de Dante o de San Juan.

El ingreso a este infierno es espantoso, ya que el espíritu es inmediatamente encadenado antes de morir con ciertas lazos que no pueden romperse. El alma es barrida por un viento helado que produce una indecible sensación de angustia. Es entonces cuando el réprobo tiene la primera visión de los horrores que le aguardan: Las Sirvientas han llegado para acompañarle.

Estas tenebrosas damas son representadas como mujeres muertas, que suelen aparecer durante la noche para atormentar a los moribundos en su lecho, brindándoles una tenue imagen de los terrores que deberá soportar en la otra vida.

Al llegar a la entrada del Helheim, la Puerta Negra se alza majestuosa e inexpugnable; un tétrico crujir metálico aturde los oídos mientras la puerta se abre. Una figura siniestra le hace un gesto de bienvenida: es la propia Hel en persona quien lo recibe. En este punto ya no hay vuelta atrás. La muerte está consumada, las plegarias son inútiles.

Hel recibe en su reino a todos los que mueren en la vejez o a causa de enfermedad, aunque en varios mitos algunos dioses y héroes también han sido ilustres residentes del Tenebroso Imperio.

Visto desde el interior todo en Helheim parece realidad a los ojos del espíritu, pero la verdad es que no hay materia sólida que forme los muros y cavernas, sólo hay sombras, y con ellas la Reina del infierno modela la realidad de los pobres condenados.

Según dicen algunos ilustres mitólogos, la parte más horrenda del Helheim se encuentra en lo profundo de un abismo, antro designado a los hechiceros o adeptos a las artes oscuras. Es allí, en la residencia más temible donde el nigromante contempla con horror el destino de su alma. Hel lo observa, lívida, espantosamente pálida.

La palabra inglesa "Hell" proviene del nombre de ésta Reina infernal, Hel; cuya raíz deriva del anglosajón Hélan o Helan ("cubrir, esconder"); incluso la palabra "matar" en lengua norsa se dice At Slaa ihel (i-Hel).

Las leyendas sobre sus apariciones en la tierra de los vivos son imposibles de enumerar, tan sólo diremos algunas de las tantas tradiciones que las mentes nórdicas urdieron sobre sus visitas.

Si un perro ladraba durante la noche en el umbral de una casa, se consideraba como señal inequívoca de que la muerte de uno o varios de sus habitantes era inevitable. Esta leyenda todavía estaba vigente en los primeros años del siglo XX, y aún persiste en las comarcas rurales de Noruega, Suecia y Dinamarca.

Hel recorría los pueblos y ciudades trayendo muerte y desolación. En la saga de Olaf Geirstadaalg se habla de un buey que vaga de granja en granja sembrando la muerte con su aliento. En las tradiciones populares de Noruega se representa a Hel cómo una cabra de tres patas, o como un caballo de tres patas blancas. Verlo es signo seguro de muerte. Cuando alguien se recuperaba de una peligrosa enfermedad, se decía que había pagado a Hel una medida de avena, ya que ésta Reina tiene, al parecer, necesidades que satisfacer, y cuando vaga en forma de animal puede aceptar avena como compromiso.

Durante el pánico producido por la Peste Negra hacia mediados del siglo XIV, se solía ver a Hel con la figura de una vieja arrugada y desdentada, que recorría el país de parroquia en parroquia con un rastrillo o una escoba en la mano. En algunos pueblos usaba el rastrillo, y pocos se salvaban; en otras usaba la escoba, y todos morían.

Pero su aspecto más conocido, y acaso el de mayor arraigo en las culturas del norte, era el de una mujer cuya mitad derecha era hermosa y pálida como la aurora, contraste perfecto para la otra mitad: imágen terrible de la putrefacción, exhalando vapores nauseabundos, con la piel cubierta de un limo verdoso, y con una mirada sin ojo que penetraba el corazón del infortunado, cómo las heladas noches de aquellos parajes yermos.


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